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Violencia institucional

La ciudad no es tu country

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El sociólogo Matías Manuele analiza el modelo de ciudad que sueña el intendente de La Plata, Julio Garro. El proyecto del Código de Convivencia Urbano, la Guardia de Protección Urbana y un futuro Código de Planeamiento Urbano completan una tríada para dejar la ciudad en las manos no tan invisibles del mercado.

Por Matías Manuele, Sociólogo de la UNLP. Docente de Sociología de las organizaciones y territorio. Autor de «Misceláneas de ciudadanía: La tensión, contradicción y tragedia de lo social». Miembro del Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ). 
Foto Matías Adhemar
Publicada: 15/11/18

Queremos ser enfáticos con esta idea. Intendente (Julio) Garro, La Plata no es TU country, con énfasis en el TU. El problema no es el country en sí, sino el country como modelo para pensar la ciudad. El Municipio de La Plata lanza finalmente su plan de gobierno. Después de dos años y pico de hacer la plancha, excepto por los paseos timbreros y alguna infraestructura urbana con remedos porteñoneoyorkinos, podemos finalmente verle la cara a la gestión en el lanzamiento de sus dos primeras políticas propias: la Guardia de Urbana de Prevención y la reforma del Código de Convivencia (que se adelantan a lo que será el verdadero rostro, la reforma del Código de Planeamiento Urbano). Ambos elementos son las versiones municipales de las dos manos del neoliberalismo, que de invisible no tienen nada: mano dura y renta financiera.

Pero no nos apuremos. Reconozcamos primero el verdadero logro de la nueva política neoliberal interpretada por Cambiemos. Pues si algo ha descubierto el Pro como partido municipalista es la ciudad. Cambiemos supo hacerse eco de un espíritu cotidiano que enfada al vecino, que tiene sus vectores en los asientos de los taxis, en las colas de los bancos y los Rapifácil, que viene adobado con pilas de bandejitas de comida china y suplementos policiales. Es el espíritu trastornado de la urbe. El Pro descubrió que se arraiga en algún arcaico sentido de la comunidad miediática (idea robada a la Doctora en Ciencias Sociales, María Eugenia Boito). Y sobre ese sentido operó.
Ahora, bien, no nos engañemos. Ese espíritu de la urbe no es una pesada herencia (aunque un poco lo es). Ese enrarecimiento del clima es producto de un estilo descremado de gestionar la ciudad. Una gestión light, que pinta la ciudad (sendas, puentes peatonales, cordones) pero que abandona la infraestructura. Lo que vamos a sostener es, que ese “abandono”, es la esencia de la gestión. Deje de mantener el estado del adoquinado, que se estropee, que los vecinos se enerven cada vez que rompen un amortiguador; desentiéndase del mantenimiento de los inmuebles patrimoniales, que sus frentes y veredas se destruyan, que los vecinos se indignen cada vez que pasen por la puerta; genere cero política en relación a la regularización de los manteros y ambulantes, deje que “copen” el centro, que la Cámara de Comercio legitime su lobby. En síntesis, retire al Estado de la gestión de lo urbano y tendrá usted un hermoso mercado para ofrecerle a los amigos. Tengamos entonces una pequeña digresión.
Digresión acerca de la ciudad neoliberal
El neoliberalismo, sostiene el geógrafo David Harvey, ha descubierto algo que los modos de acumulación pasados no habían tenido en cuenta: el territorio. Pensamos el espacio como esa dimensión donde “se emplaza” la infraestructura económica: el campo es el lugar donde se despliega la agricultura; de igual modo, la ciudad es ese lugar donde se instalan las industrias y sus externalidades: los trabajadores, sus familias, los transportes que los llevan, las escuelas que los educan, etc.
Sin embargo, el capitalismo financiero -en una sorprendente lectura de Marx- descubrió que la ciudad no es solo trabajo muerto acumulado, no es solo infraestructura y mercancías. Sino que es trabajo vivo. La ciudad produce valor. Ya no se trata de una economía de escala que busca producir mucho para bajar costos, sino una economía de diferencias que busca ganar mercados monopolizando franjas específicas. Ya no se satisfacen necesidades sino deseos. Y como nunca sabemos lo que queremos, pues ya nos contarán el cuento. 
Y esto último no es un giro idiomático. Pues el cuento es, junto con la innovación, un modo de diferenciación. Se trata de contar “una linda historia” que diferencia mi producto de otro. El origen, una trayectoria, un “algo más” indefinido. Y ahí es donde el territorio comienza a jugar un papel esencial. Véanse por ejemplo las “Denominaciones de Origen”. En ellas el territorio se vuelve una mercancía que agrega valor a la producción. Un vino no sabe igual producido a 1250 metros que a 1400 sobre el nivel del mar, un poncho catamarqueño no es igual que uno de la provincia de Buenos Aires, un bar en los viejos baños del bosque no es lo mismo que otro frente a tribunales. Así, el capitalismo neoliberal sale a la caza de estos bienes comunes, muchas veces intangibles: un paisaje, el nombre de un barrio, una avenida o una plaza. La ciudad como una marca. 
Ahora, repetimos, el error sería pensar que la ciudad es trabajo muerto. En realidad la ciudad no es una “cosa” ahí disponible. La ciudad se hace y se deshace cotidianamente en los vínculos, relaciones, organizaciones, trayectorias que construyen esa historia y esos nombres que el neoliberalismo buscará entonces apropiarse. Ese trabajo vivo es la historia que hace que la tradicional pizzería Bacci no sea una franquicia de Pizza Hut; ese trabajo vivo es la fuerza de trabajo invisible de los pibes que paran en la Güemes y la diferencian de la plaza Moreno. Ese trabajo vivo de vivir son las historias que, transformadas en bienes comunes, el capitalismo se apropiará. 
Y esa apropiación implica un proceso previo de abandono. Dejar la urbe “a la buena de dios” es un modo de desvalorizarla. ¿Quién quería a fines de los ‘80 o ‘90 irse a vivir a San Telmo, ese barrio bajo y conventillero? Los hippies, los rockeros, los “bolitas» y los que compraron barato esperando un gobierno que echara a todos los anteriores. 
A eso llamamos gentrificación. El Estado abandona la ciudad, deja que se desvalorice, y con los valores bajos el mercado avanza. Luego, mano dura para correr a sus habitantes y colonización inmobiliaria. Primero como vanguardia hípster. Comprar Carloncho para poner El Bodegón, organizar una feria gastronómica y mercado de pulgas en la plaza Güemes. Gentrificación a través del cupcake (o de la cerveza artesanal, podríamos decir los platenses). La ciudad como un escenario. Y si queda alguna resaca (los pibes que la miran de la esquina, un grupo de manteros, una cuerda de tambores), las guardias urbanas se encargan de la limpieza final. 
Ahora sí, ese lugar se ha vuelto igual al resto de las ciudades del mundo. Ahora puede darse el golpe de gracia: el cambio legislativo que libera ese territorio de sus regulaciones, o la ordenanza que permite construir una torre atrás de una fachada patrimonial, permitiendo que se disparen los valores. Y después, cuando la moda del barrio vuelve impagables los alquileres, las grandes cadenas como Starbucks y Foodies se encargan del resto.
Bueno, pero la ciudad está más linda, ¡qué bonito! esta todo limpio, ordenado, toda gente como uno. Como en el country. Volvamos entonces a Garro.
Higienismo, punitivismo y mercantilización
Cambiemos va a buscar a lo profundo del espíritu platense los fundamentos de esta mercantilización de la ciudad. Es el higienismo de los ‘80, ese que buscaba ordenar la ciudad, abrir avenidas para que los pobres queden “del otro lado de la vía”, ampliar las calles para que los comuneros no hagan barricadas, construir mercados higiénicos para que las mercancías no circulen libres por la ciudad, alejar del centro los focos infecciosos como hospitales, cárceles y manicomios. 
Cambiemos vuelve al siglo XIX, reduce la ciudad a un cuadrado. La Plata y City Bell, y Gonnet, o al menos ciertas partes, las “lindas”. La Plata sin El Palihue, sin Altos de San Lorenzo, sin el Mercadito. La ciudad se compartimenta a través de políticas que diferencian los espacios públicos y la vigilancia. Pintura para el centro, acoso policial para la periferia. 
Pero ojo, no sobrestimemos. El ejecutivo municipal va en busca del higienismo solo a partir de reproducir el modo de vida que conoce: el country. Una vida entre nos, una sociabilidad por afinidad: causeries decía el periodista, escritor, militar y diplomático Lucio V. Mansilla. 
Pensar la ciudad como un country: bucólico, homogéneo, ordenado, seguro, excluyente, cercado, privatizado en todos sus servicios. Ese es el paradigma. Y desde éste surgen estas dos grandes avanzadas: la Guardia de Protección Urbana y un nuevo Código de Convivencia. No podemos pensar uno sin el otro, y ninguno de los dos sin el futuro Código de Planeamiento Urbano, que será el golpe de gracia y valorización. 
El Estado interviene (a través de la Guardia Urbana) despejando el espacio público para el Mercado organice la ciudad. Decime cuál es tu capacidad de consumo y te diré que lugares puedes frecuentar. Garro confunde lo público con lo privado, hace de lo primero una extensión de su patrimonio. Practica la expropiación de la ciudad en manos de las inversoras inmobiliarias, creando condiciones de posibilidad a través de la valorización del espacio. 
Código de convivencia
Respecto del nuevo código de convivencia, algunas apreciaciones. De esta forma, el gobierno de la transparencia propone discutir el código “entre todos los vecinos”, y realiza el primer taller el mismo día del anuncio… me atrevo a decir, horas antes. En esos talleres convoca a “vecinos”, en carácter de individuos, sin vínculos, sin historia, sin organización. Pero ese “vecino” esta predefinido, no incluye la diversidad de sujetos y colectivos sociales que habitan y conviven en La Plata.
Son encuentros guionados, reducidos a determinados temas “que nos preocupan a todos”, como los autos abandonados o los perros sueltos. Nada se dice allí de los artículos que prohíben la venta ambulante, el arte callejero, o los ciclos de cine.
Total coherencia: si tu mirada del vecino es la del country, entonces la participación se resume a un voto (como en el consorcio), y los problemas devienen de los excesos de privados en lo común, cuya solución es la multa en las expensas. Somos inquilinos de la ciudad: a merced de los propietarios, pagando expensas que no se sabe qué son, excluidos de la participación, sin posibilidad legal de organizarnos, y con un Estado- Administración en manos del consorcio.
En este sentido, es comprensible que bajo el título de “convivencia” se oculte una mirada punitiva, que solo sabe resolver los conflictos a través de la multa y el arresto. Puesto que el Estado no gestiona la ciudad, solo interviene cuando los privados entran en conflicto. No sabe imaginar otras formas de encarar los problemas intrínsecos a la vida colectiva: mediaciones comunitarias, o espacios de diálogo y consenso. 
El otro espíritu de la ciudad
Pero junto al sueño disciplinante del higienismo social, marcha otro espíritu. Es el sueño humanista de una ciudad a escala humana. Y esa escala se vincula justamente con la posibilidad de ejercer un derecho a la ciudad. 
El derecho a la ciudad no existe en los papeles, pero es el nombre con el cuál agrupamos todos esos derechos que como comunidad tenemos sobre nuestro lugar en tanto el territorio donde vivimos: la posibilidad de decidir cómo queremos que sea. Porque el derecho a la ciudad se tiene cuando se lo ejerce. No existe como una “cosa ahí”, en un código, sino que es la posibilidad de salir a lo público a vincularnos con otros, sosteniendo y negociando los conflictos que vivir juntos supone. Entonces ese derecho es necesariamente un derecho colectivo, no la suma de derechos individuales. Como descubrió la politóloga californiana Elinor Ostrom, la ciudad en tanto bien común solo será gobernable si todos y todas y todes podemos dialogar, y construir nosotros mismos sus modos de gestión.