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Géneros

Lucía, la muerte consentida

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La absolución de los tres acusados del femicidio de Lucía Pérez, hace ya diez días, fue levantando oleadas de bronca que llegaron a su clímax ayer, con un nuevo paro nacional de mujeres y miles de personas marchando en las ciudades más pobladas del país. Laurana Malacalza y el Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo bonaerense que coordina, fueron convocadas por la familia de Lucía como testigas expertas antes y durante el debate oral. En esta columna para Perycia, desandan los prejuicios que enmascara el fallo y ponen en tensión la idea hasta hoy aceptada de que el femicidio es «el último eslabón de una cadena de violencias».

Lucía Pérez tenía 16 años

Por Sofía Caravelos, Josefina González, Carolina Racak, Sofía Sesin Lettieri*
Publicado: 6/12/18

El diccionario de la Real Academia Española dice: “Culpa: 1. f. Imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta. Ej: Tú tienes la culpa de lo sucedido”.
La palabra, en sintonía con el crucifijo que colgaba a sus espaldas, seguramente les resonó a los tres jueces del Tribunal Oral Criminal N°1 de Mar del Plata, el último 26 de noviembre, cuando dos años después del femicidio de Lucía Pérez dieron a conocer la sentencia. La decisión de sus Señorías fue la de absolver a los imputados Matías Farías (25), Pablo Offidani (43) y Alejandro Maciel (61) por el delito de abuso sexual seguido de la muerte de Lucía, en concurso ideal con femicidio, y por el delito de encubrimiento.
En setenta páginas, la sentencia hace pública la vida de Lucía; allí se la cuestiona y se la juzga por sus características personales, su vida íntima y sus acciones. Los jueces construyen una víctima con ciertas características –autónoma, decidida-, a la cual aplican el estandarte de la moralidad y el prejuicio. Y sobre esta construcción opera otra: la del prejuzgamiento sobre lo que pudo haber consentido una adolescente así, tal como ellos la presentan. Exponen a una Lucía viva que ya no puede defenderse ni responder a las preguntas ordenadoras a través de las cuales los jueces la culpan por lo que sucedió.
A Lucía le quitaron la posibilidad de escribir su propia historia y de responder por sí misma estas preguntas. El patriarcado se apropió de ella, de su cuerpo, de su biografía, de su voz, de su identidad, de su historia.
Ahora ellos, tres varones dotados de la autoridad y la legitimidad que les brinda su investidura, reescriben en setenta páginas la historia de Lucía: la de personalidad fuerte que “distaba mucho de ser sumisa”, la que “fumaba marihuana”, la que “tenía contactos sexuales con hombres que no conocía”, la que mantenía relaciones sexuales con varones adultos, incluso mayores al principal imputado, la que “comenzó la conversación con Farías el mismo día de su muerte”, la que le dijo de verse, la que manejó los tiempos, la que no estaría con nadie sin su consentimiento porque ella era una piba “que hacía lo que quería” y “tenía la capacidad suficiente para decir no”.
Setenta páginas para construir la víctima necesaria (la inviolable, la insumisa, la imperfecta, la desviada, la puta) para una sentencia moralizante repleta de prejuicios sexistas, que horroriza por lo que dice y subleva por lo que calla. Eso que se omite decir ya no pasa desadvertido: condenan a Lucía por crear las condiciones de posibilidad para su propia muerte, la culpan por la forma de vivir su vida y también por perderla, como si entre ambos extremos de su biografía hubiera un hilo de continuidad necesario, entretejido entre “la vida que llevaba” y el destino que le tocó (la violencia sexual, la muerte violenta), casi un final anunciado para una adolescente como ella. 
Las cuatro preguntas
De izquierda a derecha: los jueces Aldo Carnevale, Pablo Viñas y Facundo Gómez Urso

El razonamiento de los jueces, como dijimos, estuvo direccionado a través de cuatro preguntas ordenadoras que los condujeron al irremediable veredicto. Las preguntas se asientan sobre un ordenamiento moral, liberal y patriarcal, que diferencia y construye víctimas estereotipadas y un determinado perfil de varón, sin tener en cuenta los contextos y entramados de relaciones de desigualdad que existen. En este caso, los estereotipos conducen a orientar la protección para las víctimas ideales y a sancionar la conducta de las consideradas culpables e imperfectas.

Los tres jueces se preguntan: 
¿Se encontraba Lucía en una situación de dependencia a los estupefacientes de tal magnitud que la imposibilitaba dirigir su voluntad hasta el extremo de mantener relaciones sexuales a cambio de ellos?
La pregunta encierra un claro orden valorativo/moral con respecto a la sexualidad de las mujeres. Bajo su lógica, la sexualidad es lo último que debe cederse frente a ciertas negociaciones. Una “buena mujer”, no comprometería su sexualidad, y si lo hace deberá responsabilizarse: incluso con su muerte. La pregunta lleva entonces implícita una distinción entre mujeres que se comportan como los jueces esperan (las que no entregan su sexualidad), y mujeres que no.
Otra duda del Tribunal:  

¿Era Lucía una adolescente que podía ser fácilmente sometida a mantener relaciones sexuales sin su consentimiento?

Esta pregunta expone un error intencional de formulación pues la falta de consentimiento no se mide por la “facilidad” con que pueda ser sometida físicamente una mujer. Evidencia prejuicios acerca de la sexualidad de las mujeres y se apoya sobre una idea de “consentimiento” liberal y ahistórica, escindida de las relaciones de poder asimétricas  entre los géneros.
Mientras estas dos primeras preguntas buscaron establecer un perfil de Lucía, la siguiente se dirigió a descartar una relación de subordinación en base a su carácter y personalidad: ¿Existió una relación de subordinación entre Lucía y Farías que le hicieran mantener relaciones sexuales no consentidas? 
Con el último interrogante, los magistrados buscaron establecer si las conductas del imputado se correspondían con las de un estereotipo de abusador que, bajo una lógica de criminología positivista, convierte a una persona que compra “Cindor y facturas” en alguien incapaz de tener intenciones de violentar sexualmente a una mujer: ¿Las conductas previas y posteriores de Farías se corresponden a las de una persona cuya intención es abusar sexualmente de una menor y proporcionarle drogas hasta su muerte?
Los jueces Facundo Gómez Urso, Aldo Carnevale y Pablo Viñas, sin embargo, decidieron no formularse preguntas sobre los delitos imputados ni sobre las debilidades de la prueba producida durante la investigación.
Tampoco se molestaron en indagar sobre acerca de las situaciones que se ventilaron sobre la vida íntima en pos de  poder pensar las dimensiones de la libertad y el consentimiento en los vínculos actuales. Ello impidió analizar, en términos de relaciones de poder y dominio, el vínculo entre una joven mujer y un adulto varón -la posición de  desventaja estructural de Lucía sobre la posición de superioridad de los imputados-. Por el contrario, el Tribunal se abocó a profundizar sobre las características individuales: las de Lucía, claro.
“Se la creyeron”
Para estos jueces, la muerte de Lucía no se enmarcó en un contexto de violencia de género, no hubo relaciones de dominación ni una situación de vulnerabilidad.
Lo que hubo fue una investigación irresponsable desde sus comienzos, a cargo de la Fiscal María Isabel Sánchez, a partir de la cual se instaló una versión de los hechos que influenció y confundió a varios sectores sociales, que a pesar de los resultados contrarios arrojados por  las autopsias, mantuvieron su indignación y repudio frente al femicidio de Lucía.
Sí, lo sabíamos. Los hechos fueron otros, distintos a los que salió a exponer en conferencia de prensa la primera fiscal que investigó a horas de ocurridos los hechos. Los hechos fueron otros, pero las violencias también fueron otras. Las huellas de las violencias son múltiples y las más agudas, son invisibles a sus miradas y peritajes sin perspectiva de género. Pero ya no son invisibles ni inaudibles para una gran parte de la sociedad que -producto de la lucha histórica que protagoniza el movimiento feminista- repudia la violencia contra las mujeres en todos sus tipos y modalidades y ha logrado incorporar en la agenda pública las demandas feministas. 
Según los términos de la sentencia, estos sectores que nos la creímos, clamamos “’una sentencia ejemplar’ contra los imputados, pretendiendo de esta manera que se tuerza el cauce natural de los hechos, las normas y las pruebas, pero deben entender que somos jueces y no verdugos y que es la ley y no la política la que rige nuestra función”.    
Vale la pena destacar el uso estudiado que hace el tribunal de la actuación inicial de la fiscal como operación para desacreditar y deslegitimar el reclamo sostenido por la propia familia de Lucía, las organizaciones de género y de derechos humanos: un reclamo que exige la investigación y sanción de estos hechos desde una perspectiva de género. Un reclamo cuyo eco no se acalló desde aquel 19 de octubre de 2016, el día en que realizamos el primer paro de mujeres en Argentina y que ahora volvemos a reeditar este miércoles 5 de diciembre.
De verdugos y jueces o dos veces muerta
Después de sentencias como éstas, nos preguntamos si, como suele decirse, el femicidio es el último eslabón de la cadena de violencias. ¿No es acaso este tipo de veredictos un eslabón más que se agrega? El refuerzo despiadado de la violencia, la saña por seguir asestando más violencia a un cuerpo ya sin vida, a la memoria de quienes ya no están, al presente y al futuro de sus familias signadas por esa ausencia irreparable. ¿No es un acto más de violencia condenar a Lucía (por su propia culpa) a otra muerte al negar las circunstancias y el contexto de su deceso, al decir que se utilizó la violencia de género como escudo para encuadrar los hechos? ¿Al emitir el mensaje de que estas muertes de mujeres jóvenes son muertes merecidas en nombre del «consentimiento»?
A Lucía la mataron dos veces al pretender instalar la normalización del desecho de los cuerpos que no importan, al refrendar -en clave judicial- el zarpazo misógino sobre vidas, que para el patriarcado y el capital, no valen nada.
* Trabajadoras feministas del Observatorio de Violencia de Género de la Defensoría del Pueblo