Por Laureano Barrera
Fotos: Matías Adhemar
En el portón del garaje, la herrumbre. En las paredes del viejo zaguán, los orificios de bala. En la pared del frente, el hueco que abrieron dos cargas de Proyectil Antitanque de Fragmentación (P.A.F 62mm) donde antes había una ventana.
El hogar donde nació y secuestraron a Clara Anahí Mariani Teruggi quedó detenido en el momento de la tragedia: así nadie olvidará la desmesura del ataque de fuerzas conjuntas que el 24 de noviembre de 1976, durante más de cuatro horas, asolaron esa casa. Para Clara, en cambio, el tiempo no se detiene. Cada 12 de agosto, ausente por desaparición forzada, sigue cumpliendo años.
Los celebran los amigos y compañeros de su abuela Chicha Mariani, y los de sus padres Daniel Mariani y Diana Teruggi, en la vereda de la que fue su casa. Y aunque es el tercer año consecutivo que Chicha no asiste al acto, esta vez fue distinto: la noticia de su internación después de sufrir un Accidente Cerebrovascular (ACV) a principios de semana, hizo que su recuerdo cargara la tarde de nostalgia.
Mi última conversación con ella fue el día anterior al derrame, el lunes 6 de agosto a las seis de la tarde, cuando la luz empezaba a palidecer, después de algún tiempo sin visitarla. Gachi, una de las seis mujeres incondicionales que la acompañan a lo largo del día y la noche, me abrazó fuerte y después a mi hijo, que me seguía a la zaga. Simón me sonrió con un poco de vergüenza y otro poco de resignación: desde que escribo un libro sobre Chicha sabe que de vez en cuando tiene que acompañarme a su casa.
Atrás de las puertas batientes que separan el living —la Asociación Anahí— del comedor —su casa— el paisaje era el de siempre: además de Gachi estaba Mónica, su compañía nocturna, y Máxima, una mujer correntina, casi una hermana, con un humor ácido invencible y mano prodigiosa para las empanadas.
—Chichona, tenés la visita de un hombre.
La voz de Gachi desde la habitación llegaba diáfana.
—Vino Laureano —y después de una risita corta—: tu biógrafo.
Ése era yo desde hacía algún tiempo: su biógrafo. Nos conocemos hace doce años y me ha llamado de muchas maneras cariñosas. Nunca por mi nombre.
Estaba en su cama, boca arriba, reclinada sobre tres almohadas. La misma postura en que la había despedido la última vez.
—Tanto tiempo sin vernos. ¿Cómo estás?—pregunté.
—Decir bien sería exagerar, decir mal también.
Me dijo que dormía mucho y bien. Y que soñaba.
—Últimamente con unas casas blancas, todas iguales, que están en lo alto de la barranca de un río. Afuera de la casa camina un hombre sólo, alto y flaco, que yo no conozco.
Los sueños de Chicha son singulares, y suelen volverse recurrentes por cortas temporadas. No son sueños exactamente, sino series continuas de la misma escena que se repite durante semanas hasta ser reemplazada por otra. Una madrugada de 2017 soñó que su corazón reventaba en el medio de la calle, y aunque ella gritaba con toda la fuerza, los caminantes seguían de largo, sordos y ciegos, o indolentes. Cuando su voz llegó al límite se despertó, exaltada y con un gusto ácido en la boca. Esos sueños, ciertos olvidos inmediatos: refugios hacia realidades menos bestiales.
— ¿Alguna vez te da el impulso por seguir trabajando, por leer un expediente y salir corriendo?
—Sí, muchas veces. Es que yo creo que sigo siendo joven por dentro. Mucho más joven de lo que parezco.
— ¿Cómo si estuvieras encerrada en tu cuerpo?
—Eso está muy bien. Si a mí me pusieran en otro cuerpo, si no me doliera la rodilla cuando me bajo de la cama, saldría a la calle y seguiría corriendo. Hay tanto para ver y para aprender. Estudiaría astronomía, los astros, el cielo, por ejemplo. ¿Sabés lo que son los astros, Simón?
Simón negó tímidamente. Ella se lo explicó con un tono pausado y leve, como en la época de docencia en el Liceo Víctor Mercante. Después dijo:
—Cuando pase el invierno voy a ir al Planetario. Tengo la invitación de unas chicas de ahí para ir a ver el cielo.
Antes de que nos fuéramos, le regaló a Simón dos lupas pequeñas de su cajón y un alfajor de chocolate y frambuesa que alguien le había traído de Balcarce.
Atendió varios llamados, uno desde París: un ex alumno suyo hizo carrera de artista plástico en Francia. Leticia, la mujer que es mucho más que su mano derecha, la vio tan bien que se quedó dos horas más de su horario. Conversaron un rato largo sobre la vida, sin ripios ni repeticiones, como lo hacían en épocas mejores, y cuando estaba por irse la hizo volver para murmurarle:
Al día siguiente recuperó un poco de movilidad en los brazos y en una pierna, su cara ganó color y reconoció a los visitantes. Entre los íntimos resurgió la esperanza: es Chicha, fuerte como el cuarzo, y peores reveses ha superado. Desde el 2 de abril de 2013, cuando entró un metro de agua a su casa y sumergió la mitad de su archivo, a Chicha se le manifestó el asma. El cuadro respiratorio es frágil, atemperaron los médicos: tiene la vida en sus propias manos.
Recordó que en diciembre de 1989, cuando Chicha presentó su renuncia a Abuelas de Plaza de Mayo, se habían restituido 59 nietos. “Estas mujeres, Chicha, Elsa Pavón, Licha De la Cuadra, Mirta Baravalle, le arrancaron a la dictadura y la burocracia militar casi la mitad de los nietos recuperados. No como desde ese momento hasta hoy, con toda la estructura del Estado a disposición y cuando los chicos y chicas ya se buscan solos”.
En la primera hilera de sillas estaba la presidenta de la Asociación Anahí, Elsa Pavón, su nieta Paula Logares, y Victoria Moyano Artigas, otra de las historias recuperadas. Cientos de militantes de organismos humanitarios asistieron al concierto del prestigioso cuarteto de cuerdas de la Universidad de La Plata, que debutó la noche del 5 de octubre de 1953 y fue fundado por el esposo de Chicha, Pepe Mariani, junto a otros tres músicos. Para el cierre, el trío “A la guarda”.
Un cielo para Clara.