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Lesa Humanidad

Testimonios

Una niña en el país del terror

El 8 de abril comienza en la región un juicio inédito de lesa humanidad: por primera vez cinco represores del Batallón 601 de City Bell estarán sentados en el banquillo. Uno de los hechos más macabros fue el secuestro de una niña de 12 años, a la que llevaron a centros clandestinos de detención. En uno de ellos, compartió cautiverio con el historietista Héctor Oesterheld. Más de cuarenta años después, Marcela Quiroga, cuya madre fue asesinada por los militares, será la testigo fundamental  del debate pero antes se encontró con Perycia y dio detalles reveladores.

Por: Lucrecia Bibini
Foto: María Paula Ávila
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Publicado: 24/03/19

—Pórtense bien que mamita los quiere.

—Pórtense bien que mamita los quiere.

María Nicasia Rodríguez (Mary) cerró la puerta del baño y se fue. Ahí adentro, escondidos, quedaron sus tres hijos, Marcela (12), Sergio (10) y Marina (18 meses). Mary había hecho guardia toda la noche junto a Silver, Arturo Alejandrino Jaimez, un compañero de Montoneros que vivía con ellos en una casa en la calle 148, entre 27 y 28, del barrio Unión Villa España de Berazategui.

En la primera luz del alba, cuando llegaron al barrio militares y soldados para un “control e identificación de población”, Mary despertó a sus hijos y los acompañó al baño. Luego, junto a Silver, se dispuso a resistir.

Desde el baño, los chicos escucharon disparos y Sergio, con los ojos desorbitados, le pidió a Marcela que se pusiera detrás de la puerta. Ella rezaba. Marina comenzó a llorar. Después de la balacera, escucharon pasos por el costado que se detuvieron a la altura del baño, el único ambiente de material de esa casa prefabricada donde los militares creyeron que guardaban las armas.

—¡Acá tienen! —dijo un represor—. Esto es de material.

Desde adentro del baño, Marcela gritó:

—¡No tiren!

En ese momento comenzaron las primeras de las miles de preguntas que le seguirían: “¿Quién sos?” “¿Cómo te llamás?” “¿Cuántos años tenés?” “¿Cuántas personas hay ahí adentro?” Preguntas que se repitieron una y otra vez, como en un loop, hasta que uno de los militares rompió la puerta del baño e ingresaron. Los tres chicos, que estaban en ropa interior y remera, fueron esposados y sacados a la calle.

Eran casi las 7 de la mañana del 6 de septiembre de 1977. Hacía un año, el 16 de septiembre de 1976, habían secuestrado y desaparecido a Guillermo Fernández Amarillo, la pareja de Mary y el padre de Marina, cuando asistía a una cita en una estación de servicios de Banfield.

Esta vez, María Nicasia Rodríguez había sido acribillada queriendo escapar. Y lo mismo pasó con Silver.

Afuera de la casa estaban desplegados los efectivos de la Tercera Sección de la Compañía B del Batallón de Comunicaciones 601 de City Bell, La Plata. Mientras trasladaban a los chicos a un carro de asalto, Sergio, el hijo de diez años de Mary, vio cómo los militares revolvían todas sus cosas y uno de ellos se metía en el bolsillo un alicate con forma de autito que tenían en un cajón.

Después de un largo interrogatorio de los militares en el que les ofrecieron para comer fiambre seco que ellos mismos guardaban en la heladera, la niña Marcela fue separada de sus hermanos, que quedaron a disposición de la Policía bonaerense y fueron dirigidos a la Brigada de Mujeres de Berazategui. A ella se la llevaron los militares, porque tenían otro plan.

—A mí me llevaron a recorrer. Me interrogaron sobre mi árbol genealógico, amigos, familiares, vecinos. Yo mencionaba a todos. Y sí, en esa mención hubo gente a la que se la llevaron. Pero todos hicimos lo que pudimos y no tuvimos intención de que pasara nada de eso.

Marcela Quiroga tiene los ojos de un celeste casi turquesa. Sentada de espaldas al ventanal de un local de comidas rápidas de Quilmes, habla en exclusiva con Perycia. Tiene la gestualidad y la entereza en la voz de una mujer que volvió a empezar y va desbloqueando recuerdos y reincorporándolos a su historia, de a poco.

—Me costó liberar mi interior. Durante mucho tiempo seguí estando presa, construí una vida, tuve hijos, tengo una buena vida, pero algo de adentro mío se empezó a soltar a mis 35 años, cuando me di cuenta de que no podía escribir mi nombre. La gente no sabía que yo era Quiroga. Tuve que hacer el laburo de encontrarme a mí misma.

Cuando esa mañana del 77 la separaron de sus hermanos, Marcela pasó a estar secuestrada. Dos hombres, el Francés (Gustavo Adolfo Cacivio, actualmente detenido y condenado a prisión perpetua) y Fresco (aún sin identificar), se hicieron cargo de ella y la tuvieron todo ese día recorriendo zonas, barrios, lugares que iba mencionando y que recordaba de la actividad militante que hacía su mamá.

En esa oportunidad, pasaron por el batallón de City Bell y por la estación de trenes de Ezpeleta. Allí, Marcela mintió sobre un recuerdo en un complejo de torres de Ezpeleta.

—Allanan el lugar conmigo, pero no era. El que estaba ahí era un militante pero yo no sabía. Casualmente era un militante. Pero ellos se dan cuenta de que yo mentí —recuerda Marcela.

Aleccionándola por el engaño la llevaron a una habitación, le taparon la cara con una almohada, la golpearon en las costillas y le retorcieron los pezones. A la noche la trasladaron al Regimiento de La Tablada y la ingresaron con los ojos vendados a un espacio en donde había tres mujeres detenidas. Le preguntaron si tenía sed y le ofrecieron un poco de jugo de naranja.

Después de tomarlo, Marcela cayó en la cuenta de que no había bebido ni comido nada en todo el día y la invadió un cansancio incontrolable. Pidió para ir al baño y, vendada y con la puerta abierta, se higienizó. Luego, se quedó dormida hasta que la trasladaron a un colchón en una zona de paso y allí, sin poder controlar el cansancio, siguió respondiendo las preguntas que le hacían, mientras le acariciaban la frente y el pelo. Al otro día la llevaron a “las cuchas”, donde se alojaba a los detenidos.

Marcela sólo tenía 12 años y sobrevivía al rapto de los verdugos, que asesinaron a su madre y la habían separado de sus hermanos.

—Hay un antes y un después en mi vida, y es a partir de que empiezo a escuchar el nombre de Perón —Marcela hace una pausa en el relato y toma un sorbo del té que hace rato dejó de humear. Es el fin del verano del 2019 y paró de llover, el tren Roca normalizó su servicio, y la gente vuelve a ocupar las calles y veredas para reanudar sus actividades.

En 1972 María Nicasia Rodríguez y Cipriano Octavio Quiroga (Tallo) vivían con sus dos hijos, Marcela y Sergio, en Avellaneda, en el barrio Entre Vías. Él era mecánico y ella era ama de casa. Se había recibido de cosmetóloga y de decoradora de interiores y, después de mudarse a dos cuadras de donde vivían, ella empezó a buscar trabajo y aceptó limpiar un local.

En ese local se inauguró una unidad básica de la Juventud Peronista (JP), de la que ambos empezaron a participar, asistiendo a las reuniones y llevando adelante algunas actividades barriales, movilizaciones y pintadas. Marcela y Sergio también iban y jugaban, hacían la tarea, estaban con otros chicos. Mary fue responsable en la zona sur del contingente de chicos que viajaba a conocer el mar.

—Mi mamá era dos mujeres en una —dice Marcela—. Era la típica ama de casa que dice que a las 5 de la tarde hay que tomar la leche, que no se canta en la mesa, que ordena que las nenas no se les vea la bombacha, esas cosas de la época. Y por el otro lado, a la noche se calzaba el jean y salía a hacer pintadas. Con esa ambigüedad fui educada y así soy yo también.

Al tiempo, algunos compañeros militantes comenzaron a caer y los Quiroga debieron mudarse porque Mary era muy conocida en el barrio. Vivieron un tiempo en Gerli, en el barrio de Piñeiro, también del partido de Avellaneda, con otra pareja de militantes, Regino Adolfo González y María Consuelo Castaño Blanco. Y con Guillermo Fernández Amarillo, que más tarde fue pareja de Mary. Mary y Cipriano decidieron separarse y ella con sus dos hijos pasaron a vivir en clandestinidad. Cipriano dejó la militancia.

La clandestinidad los llevó a vivir en numerosos lugares: Temperley, Lanús, Llavallol, Loma Verde, Congreso, Solano y Guernica, donde se asentaron y Marcela y Sergio pudieron retomar el colegio. Allí nació Marina, en marzo de 1976. Tuvieron que irse cuando cayó el compañero que les era garante y fueron a vivir a Loma Verde.

—Una vida después, yendo a la costa, paso y leo BIENVENIDOS A LOMA VERDE. Era alejado del mundo. Perdés la noción de dónde vivís. Son cosas que te van cayendo las fichas con la vida.

Viviendo ya en Loma Verde, otra vez de forma clandestina, Guillermo debió asistir una mañana a una cita con “la Negra María”, un cuadro de la JP. Antes de irse, le dijo a Mary: “Si yo no vuelvo, levantá todo y ándate con los chicos”. Guillermo no volvió pero ella no se fue.

«Me fabriqué un personaje para sobrevivir», dice ahora Marcela, con las huellas que le quedaron del horror

Al día siguiente fue con sus tres hijos al lugar donde había sido la cita, en la estación de servicios de Banfield. Bajaron del colectivo y cuando Marcela acomodaba a su hermanita en sus brazos, vio a lo lejos un auto detenido y a un hombre que, con un cigarrillo en los labios y las manos para atrás, la miraba y movía la cabeza como negando. Marcela desvió la mirada, caminaron una cuadra y en la esquina le dijo a su mamá: “No lo busques más a Guillermo, porque no va a venir”.

Ante la mirada desconcertada de su madre, le dijo lo que había visto. Mary se detuvo y dio unos pasos para atrás pero su hija le dijo que los iban a agarrar a todos. Subieron nuevamente al colectivo, que daba la vuelta por la estación de servicios, y Mary confirmó lo que le decía Marcela. Esa noche dieron aviso a la hermana de Guillermo y se fueron de la casa. Vivieron junto a ella en Llavallol, donde Marcela cumplió 12 años.

Tallo también había sido detenido y estuvo 11 días secuestrado. Lo torturaron y le decían: “Esto te pasa por boludo” o “A vos te vamos a soltar pero por pelotudo”. Al tiempo que lo soltaron retomó las visitas con sus hijos, siempre de manera clandestina. Mary y sus hijos se mudaron al barrio Unión Villa España.

Ya en las cuchas de El Vesubio, Marcela escuchó una voz conocida: era una vecina, Susana (Silvia Corazza de Sánchez), que estaba embarazada de seis meses. Marcela sabía que tenía una hija mayor, de casi dos años, pero cuando Susana ingresó a la misma habitación donde estaba Marcela y la saludó, ella fingió no conocerla.

A Marcela la sentaron en una cama de madera con elástico y “una especie de estabilizador antiguo en la punta, con cables”.

—Yo sabía que existía algo llamado picana, me lo habían contado en mi casa. Me sentaron ahí a esperar. Un niño, si bien está asustado o aterrorizado, una parte suya cree las cosas cuando le pasan. Eso es lo que me mantuvo entera. Yo no iba a creer eso si no me lo hacían —cuenta Marcela.

Uno de los dos captores le dijo que tenía que quedarse tranquila porque si no le iban a hacer “esto” y “esto” y reforzaron sus palabras con dos cachetadas. No la picanearon. Volvieron a preguntarle todo lo que ya le habían preguntado infinidad de veces: a quién conocía, que sabía, y la llevaron a un lugar en donde había otros detenidos. Allí compartió tiempo con Silvia Corazza de Sánchez, Elena Alfaro, Héctor Oesterheld, Tato Taramasco, Clara Lorenzo “Chela”, Graciela Moreno, Juan Marcelo Soler y con María del Pilar García Reyes, “Elsa”, quien le reveló a Marcela su verdadero apodo: “Marita”.

Al mes y medio de estar en El Vesubio, Marcela fue trasladada a la comisaría de Villa Insuperable en Lomas del Mirador, donde funcionaba el centro clandestino de Detención llamado “Sheraton” o “Embudo”. Sus compañeros detenidos en El Vesubio le pidieron que hiciera un collage de despedida con revistas y cartones, que ella firmó con el nombre de “Pecas”.

“Pecas” derivaba de “Pequitas”, un apodo que le habían puesto sus captores y que ella detestaba y aún recuerda con rechazo. Cuando estaba por firmar el collage quiso poner Marcela, pero le dijeron que no, que pusiera Pequitas. “De bronca, puse Pecas”, dice.

—Nos llevan con Héctor Oesterheld. Ahí estaban Pablo Bernardo Szir, Adela Esther Candela de Lanzillotti, Héctor Daniel Klosowski, José Rubén Slavkin «Clemente», Roberto Eugenio Carri y su esposa Ana María Caruso de Carri —menciona.

Oesterheld, el creador de «El Eternauta» y cuya familia fue diezmada por el terrorismo de Estado -sus cuatro hijas fueron desaparecidas y dos nietos fueron apropiados- estableció una rutina con Marcela: se levantaban temprano y estudiaba, salía al patio a tomar sol, jugaban al hockey con unos palitos o le contaba sobre literatura. En el «Sheraton» leyó un libro de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou, que no se pudo llevar ni pudo volver a conseguir.

En el medio de estas actividades, los captores la seguían llevando a recorrer y a reconocer lugares y personas. Un día le avisaron que habían estado con su papá y que la iban a llevar de vuelta con él. Marcela les preguntó por sus hermanos y le dijeron que estaban bien, que estaban con él. Aunque le pareció raro que Marina estuviera con su papá, les creyó.

Ellos habían ido al taller mecánico de “Tallo” y le habían dicho que le iban a traer a “Pequitas”. “Si vos no aparecías y eras un viejo de mierda me la quedaba yo”, le dijo Fresco. Y se fueron.

—Uno siempre cree que la madre de uno se va a salvar, entonces yo pensaba “mi mamá seguro me va a ir a buscar a lo de mi papá” —dice Marcela.

Un día, mientras Silvia y Chela copiaban unos listados con nombres de detenidos en una máquina de escribir, Marcela preguntó qué era DC y DS. Le explicaron que DC era “Delincuente común” y DS era “Delincuente Subversivo”, y retomaron el dictado y copia del listado: “Fulano de tal, DS o DC, VIVO o MUERTO”.

En un momento, mientras Marcela jugaba con la otra máquina de escribir, Chela dijo en voz alta: “María Rodríguez, DS” y gesticuló la palabra MUERTA. Marcela la vio y confirmó lo que le habían dicho sus captores: “A tu mamá la tuvimos que matar porque se quiso escapar”.

A los 15 días le avisaron que la iban a llevar con su papá:

—Siempre voy a recordar, cuando me fui de Vesubio y de Sheraton, las caras de todos ellos cuando me iba. Yo tomo conciencia ahora: el traslado significaba o podía significar la muerte, entonces ellos se quedaban ahí y uno se iba. Sonreían pero tenían lágrimas en los ojos y disimulaban delante de mí. Me puse a llorar y me decían: “No llores, saludos a tu viejo, estudiá”.

Marcela volvió a la casa de su papá, que vivía con su pareja y los hijos que habían tenido juntos, y con Sergio, al que había recuperado con ayuda del cura tercermundista Eliseo Morales, que tenía un hogar de niños huérfanos y muchos contactos en los juzgados de menores.

En el juicio, se encontrará con los represores que asesinaron a su madre y luego la secuestraron a ella cuando era niña 

Cuando Tallo y Morales encontraron a Sergio, con él estaba Marina y como Tallo no era familiar, le impidieron llevársela. Entonces buscó a Carmen, hermana de Mary, y a Antonio, su marido, sin saber que eran las personas a las que Mary había indicado como aquellas a las que tenían que entregarle a Marina si algo ocurría. Cuando Marina vio a Carmen, estiró los brazos y le dijo “mamá”.

Cuando Marcela tenía 15 años dice que levantó una pared y decidió que no quería saber más nada de lo que había pasado. Se puso de novia, se mudó con su pareja y a los 25 años se casó: “Me fabriqué un personaje para sobrevivir. Si no, no lo hubiera podido tolerar. Hice de cuenta que no pasó nada y miré para adelante. Hasta que un día la mochila te pesa igual”.

—Yo no recuperé a mi mamá, recuperé sus restos —afirma Marcela, y aclara—: es nuestro derecho a ponerlos en un lugar y que estén en un cementerio.

En 2007, Marcela recibió un llamado telefónico del Equipo Argentino de Antropología Forense:

—Mirá, está la posibilidad de que hayamos encontrado los restos de tu mamá en el cementerio de La Plata.

—¿Y por qué creen que es mi mamá?

—Buscamos en los registros y había dos NN que llegaron en diciembre del 77 y venían del cementerio de Berazategui. Habían ingresado ahí el 7 de septiembre del 77. Nosotros, como equipo forense, pedimos una autorización para exhumar. Si ustedes como familiares también la piden es más fácil.

Marcela y Marina hicieron el pedido y fueron invitadas a presenciar la exhumación. Marcela no quería, pero era necesario. Los restos estaban a un costado de un pasillo, debajo de un árbol de flores amarillas. De esa jornada que define como “eterna”, recuerda:

—Yo les dije: “Si es como me contaron, si está con la ropa de esa madrugada, la voy a reconocer”. Y sí, estaba con la ropa que tenía puesta: un vestido, unas medias de nylon y arriba, como esa noche hacía frío, tenía un pulovercito con cuello. Estaba el rosario en el bolsillo. Yo di un detalle: ella tenía los dientes de adelante postizos, y sí, estaban al lado del cráneo.

A los meses, volvieron a llamarla para notificarla de que se había confirmado el ADN de Mary respecto a sus hijas en un 99.9%. La sepultaron un 20 de julio y pusieron una placa con tres fechas: la de nacimiento, la de fallecimiento y la de sepultura.

El 8 de abril de 2019 empieza el juicio contra los cinco represores del Batallón 601 de City Bell que ocupaban puestos en ese momento: Carlos Alberto Bazán, segundo jefe del Batallón de City Bell; Francisco Ángel Fleba, oficial de Inteligencia; Eduardo Arturo Laciar, oficial de Operaciones; Daniel Eduardo Lucero, jefe de la Compañía B; y Barreiro, a cargo de la tercera sección de la Compañía B.

Serán juzgados por homicidio calificado por alevosía y el concurso premeditado de dos o más personas en el caso de las víctimas adultas, privación ilegal de la libertad por la niña de doce años, y retención y ocultamiento de los niños de 10 y 1 año de edad.

—Siempre fui yo la que declaró en los juicios, porque decidí hacerme cargo de que esto me pasó a mí. Pero ayer lloré bastante porque fui con las chicas del Centro Ulloa y me mostraron la lista de personas que van a declarar: mi papá, mi hermano, mi hermana, mi tía Carmen. Todo eso me dolió en el alma. Sentí como que arrasaron con nuestra familia, nos dañaron.